24 de agosto de 2010

JOSÉ LUIS CARRANZA PINTA "LAS EDADES DEL HOMBRE"



                  En el lago negro/óleo sobre tela /100 x 100cm/2010  
                                                               

JOSÉ LUIS CARRANZA (1981) estupendo pintor peruano de tan sólo 29 años de edad está presentando su quinta muestra individual bajo el sugestivo nombre "LAS EDADES DEL HOMBRE" hasta el 31 de agosto del 2010. En esta oportunidad La Galería de Artes Visuales, Oficina de Extensión Universitaria y Proyección Social, Centro Cultural Ccori Wasi (Av. Arequipa 5198, Miraflores) de la Universidad Ricardo Palma, es anfitriona de esta importante muestra en la que Carranza nuevamente hace gala de sus notables dotes de artista plástico. 

Dibujo, color e imaginación son tres virtudes que con justicia le pertenecen. Cuando aún no ha llegado a su tercera década de vida su nombre ya se corea entre los conocedores y los envidiosos del ambiente plástico de Lima. En verdad, es notable apreciar su dominio del pincel, de todos los tonos de verde y la seguridad con que asienta el pigmento. Con convicción y alegría nos permitimos afirmar que Carranza se convertirá en una destacada figura de la pintura latinoamericana del siglo XXI. 

A continuación ofrecemos imágenes de algunos de los cuadros que está exhibiendo.



                                       El Bautista/óleo sobre tela/ 212 x 120cm./2010                                    

                                                 

Muchacho con ojos cerrados/ óleo sobre tela/ 120 x 90cm./2010



Orestes/óleo sobre tela/ 180 x 148 cm./2010



                                     Argentavis/ óleo sobre tela/ 180 x 148 cm./2010                       

                                                      
                                            
                             Rinoceronte/óleo sobre tela/ 148 x 180 cm. / 2010                         

20 de agosto de 2010

DESCODIFICANDO " LA INVENCIÓN DE MOREL"



Adolfo Bioy Casares (1914 - 1999)


                      Arte está firmado: Norah. Debe ser la hermana de  Borges.



A finales del siglo XX le escribí una carta a Adolfo Bioy Casares, el estupendo novelista y cuentista argentino, autor de la novela La invención de Morel. No le envié un correo electrónico porque desconocía la dirección y no tardé en suponer que don Adolfo en su octava década de vida -con toda seguridad- no tenía un Email o un Emilio (como lo llaman los españoles) y menos una computadora. Es que su generación con gran elegancia se retiró de la escena de la vida sin traicionar a la máquina de escribir.

Pero volvamos a mi epístola. En ella tuve la osadía de decirle que yo creía conocer el verdadero significado del título de su novela y en especial de la palabra Morel. Asimismo, le manifesté que discrepaba de su amigo, el genial Jorge Luis Borges cuando en el prólogo de la novela despacha con velocidad: “La invención de Morel (cuyo título alude filialmente a otro inventor isleño, a Moreau..." En la cita, Borges se está refiriendo a la novela "La isla del doctor Moreau" de H.G. Welles.

Dicho lo anterior, procederé a exponer mi teoría:

Desde siempre he sido un convencido que los escritores inteligentes (¡Y vaya que Bioy Casares era inteligente!) siempre han estado en control de sus obras, que en ellas nada está dejado a la casualidad o a la coincidencia; especialmente cuando llega el momento de poner o ratificar el título de la obra que acaban de concluir o cuando asignan nombres a sus personajes principales. Creo que en la literatura los personajes son o no son sus nombres. Es decir, actúan o no actúan conforme el significado de sus nombres y Morel, a mi parecer, responde a la primera posibilidad.

El título de una obra -de una novela en este caso- es fundamental para el escritor. Es el nombre de su hijo, el apelativo que llevará el producto de su imaginación y el escritor siempre está en guardia de escoger uno que impondrá respeto o, cuando menos, curiosidad en los lectores. En todo momento el autor superior evita poner un nombre soso y menos uno que pueda ser calificado de ridículo o insuficiente. 

Opino que escritores de la calidad de Adolfo Bioy Casares son seducidos por la posibilidad de inventar un nombre enigmático, indescifrable, aun al precio de llevarse el secreto a la tumba. Y de todas las novelas que escribió, La invención de Morel es la que encierra mayor enigma para el lector perspicaz.

Pero, ¿por qué Bioy Casares tituló su novela: La invención de Morel? Por que no la llamó La invención de Mercier o La invención de Maréchal? Los tres son apellidos franceses. ¿Por qué? ¿Por qué le puso Morel? 

No entraré en el tema de la novela. Para los que aún no la han leído les reservo ese deleite personal. Para los demás, propongo que el vocablo Morel es un anagrama, es decir, la transformación de una palabra en otra por la transposición de sus letras: de Le mor a Morel. Téngase presente el título de la obra de Thomas Malory: “Le Morte d´Arthur”, es decir “La muerte de Arturo.” 

Por todo lo anterior y atendiendo que en el relato de Bioy el invento es una máquina que logra una supuesta inmortalidad me atrevo a sugerir que la premisa de la obra y su verdadero título es: La invención contra la Muerte.

Mi carta nunca mereció respuesta. Bioy Casares estaba delicado de salud al momento que le debió llegar. Nunca sabré si él compartía mi teoría. Tampoco sabré si él y Borges se pusieron de acuerdo en ocultar el significado. Supongo que tendré que esperar la fecha que me sea permitido ingresar de visita a la Biblioteca de Alejandría donde los dos amigos despachan a diario, hasta la consumación de los siglos.

17 de agosto de 2010

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12 de agosto de 2010

REQUIEM PARA ARMANDO ROBLES GODOY

                               
                                                                                    

El 10 de agosto del 2010 Armando Robles Godoy (cineasta, escritor, intelectual y amigo sin par) en alas de cóndor partió a la eternidad. Atrás dejó familiares, amigos de todas las edades y condiciones y los que, aunque no llegaron a tratarlo personalmente, lo querían bien pues sabían de su trayectoria, vasta cultura, hombría de bien y de su irrenunciable amor por el Perú y lo peruano.


Armando Robles Godoy será recordado como un luchador, un hombre que siempre abrazó las causas difíciles, como si tuviera alergia a lo fácil. De pronto se me viene el recuerdo de el Quijote.

Sí, Armando Robles Godoy, era un quijote. Tenía la talla física y el valor del manchego para enfrentar gigantes que otros "cautamente" rehuían. Él, sin embargo, embestía en defensa de las causas que creía justas. Y, como el Quijote, muchas veces cayó, pero siempre se levantó para continuar la lucha. 

Armando Robles Godoy se ha ido físicamente, pero nos ha dejado un enorme legado tanto en el cine como en las letras. 

En esta dolorosa ocasión permítaseme decir del buen Armando Robles Godoy lo que Miguel de Cervantes Saavedra, con el corazón en la mano, dijo de don Quijote:

"Hallose el escribano presente y dijo que nunca había leído en ningún libro de caballerías que algún caballero andante hubiese muerto en su lecho tan sosegadamente y tan cristiano como don Quijote; el cual, entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaron, dio su espíritu, quiero decir que se murió."





                                                                            








5 de agosto de 2010

REQUIEM PARA UN SASTRE DE BARRIO

   

                                                                       


Durante algo más de veinte años he tenido el mismo sastre. El nombre del ingenioso artesano es o, mejor dicho, era Cirilo Quispe, más conocido en el barrio como “don Quispe.” Su nombre siempre fue pronunciado con respeto, pues a muchos, en situaciones de estrechez económica, ayudó hasta los límites de sus posibilidades. 


Don Cirilo era un provinciano afable y de risa contagiosa. Cada vez que acudía a su taller para que me confeccionara un terno o soltara la cintura de un pantalón nos enfrascábamos en largas conversaciones. 

Nuestro tema favorito era la política y siempre lo consideré un analista de primer nivel. Aunque juraba nunca haber militado en ningún partido, conocía la trayectoria pública y privada de los principales políticos. Les conocía sus posibilidades y limitaciones, así como sus noblezas y bajezas. Éstas últimas siempre me las murmuraba al oído por temor a que se fueran a enterar y se tomaran venganza. Es la idiosincrasia de los provincianos que residen en la capital. 

Sus precios no eran bajos y después de un regateo agotador yo terminaba aceptando su precio final. Es que la noche avanzaba y me esperaban en otro sitio. El tiempo siempre estaba de su lado. “Sólo a usted doctor (en el Perú a los abogados se les llama "doctor") le hago estos precios tan bajos”. Y luego, entre fingidos suspiros, concluía: “Usted me va a llevar a la ruina.” A continuación ambos reventábamos en ruidosas carcajadas ante sus exageradas afirmaciones. Días después yo recogía las prendas y nos despedíamos con un “hasta la próxima.” 

Recuerdo que la penúltima vez que lo vi, don Cirilo estaba al promedio de su sexta década de vida. Entré a la pequeña tienda y me recibió con los brazos abiertos, una enorme sonrisa, un tufo a cerveza y en voz baja me hizo la siguiente confidencia: “Doctor, yo he educado a mis cuatro hijos, he alimentado a toda mi familia, nunca le he pegado a mi mujer, no le debo dinero a nadie y jamás he faltado un día al trabajo. Pero, sabe usted doctor, a pesar de mis años yo todavía me siento joven. Hace mucho que no estoy con mi mujer, ya no me atrae, está vieja y yo todavía siento la necesidad de estar con una mujer joven. Yo debí ser político y no sastre. Mi madre me obligó a que siguiera el oficio de mi padre. Y es por eso que de vez en cuando me voy con una chiquilla del barrio. Nos vamos a un hotelito y después le regalo unos billetes para que se compre algo en una de esas tiendas grandes. A las chiquillas les encanta estar a la moda.” Y luego el sastre reventó en carcajadas, celebrando su picardía y la felicidad que le producía rozar su mano arrugada contra la piel lozana de la juventud. Me acuerdo que le advertí que tuviera cuidado, mucho cuidado. Él se rió de mi consejo. El hombre estaba viviendo una segunda vida.

Meses después, próximo a las ocho de la noche cuando la sastrería estaba a minutos de cerrar, entré al local y no encontré a don Cirilo en su lugar de siempre, detrás del mostrador, hilvanando alguna tela. Tampoco estaba su hijo. No había nadie en el local. Levanté la voz y reclamé la presencia de don Cirilo. Nadie asomó. De pronto ingresó el guardián de la sastrería. Era un muchacho parco, de baja estatura y dificultoso caminar (“es por la enfermedad” como alguna vez me murmuró don Cirilo al oído refiriéndose al polio que implacablemente oprimía al chiquillo). El joven dormía en un catre ubicado en el fondo de la tienda, supuestamente cuidando que nadie ingresara a robar la ropa y las telas. Era otro protegido de mi amigo.

De súbito, el guardián, con un aire de superioridad jamás visto, giró los ojos hacia un rincón oscuro de la tienda y entonces advertí la presencia de don Cirilo. Estaba sentado en una banqueta de plástico, con los brazos cruzados y los hombros derrotados, inclinados hacia delante. A pesar de la poca luz pude advertir las hinchazones y moretones que presentaba el rostro de mi silente amigo. Desde lejos lo saludé con efusión, pero no recibí respuesta alguna, más bien volteó el rostro hacia la pared. No insistí. En aquel momento entró el hijo, no tardé en hacerle mi pedido y me retiré de la tienda sin despedirme de don Cirilo.

Ya afuera, esperé que saliera el guardián y éste no tardó en contarme las últimas. Resulta que don Cirilo había sido agredido por el novio y los hermanos de alguna de las jovencitas con la que estaba en intimidad. Con los ojos chispeantes el otrora mudo atropelladamente me relató cómo se habían producido los hechos para concluir que la golpiza fue tan feroz que don Cirilo estuvo internado en el hospital durante varios días. Finalizó contando que a pesar que don Cirilo ya no atendía a los clientes ni vigilaba los trabajos en el taller, aún insistía en ir todos los días a la sastrería y que se sentaba en el mismo rincón, en silencio, hasta que concluía la jornada.

Debido a un viaje que realicé al extranjero no pude regresar a la sastrería sino un mes después. Llegué de noche, pero don Cirilo ya no estaba en el rincón. Salí un momento a la calle y divisando al guardián en amena charla con los muchachos del barrio con un gesto de la mano lo llamé y le pregunté por mi amigo de las agujas. El guardián, con una mueca en la boca, me contó que don Cirilo había muerto una semana antes. No pregunté la causa de su fallecimiento. Era obvio: don Cirilo había muerto de tristeza, se había dado cuenta que ya no tenía derecho a amar, que a los ojos de los demás era un viejo pervertido y tal vez consideró que en un mundo así, no valía la pena seguir viviendo.

1 de agosto de 2010

CUENTO INÉDITO DE JORGE LUIS BORGES








Con carácter de primicia mundial damos a conocer Camino a Alejandría, microrrelato que habría sido escrito por el insigne cuentista, poeta y ensayista argentino, Jorge Luis Borges. 


La manera que este cuento llegó a nuestra redacción es como sigue. En un café de Lima, una señora de unos sesenta años, cuya identidad prefirió no revelar, se acercó a la mesa de nuestro director, Gonzalo Mariátegui Viera Gallo, al observar que leía un libro de Jorge Luis Borges. La señora dijo haber conocido a Borges durante los años setenta del siglo pasado. De inmediato se inició la conversación. 

La desconocida relató que en cierta oportunidad estando Borges en Lima se alojó en un hotel miraflorino donde ella se desempeñaba como camarera, justamente en una de las habitaciones que a ella le correspondía hacer la limpieza. 


Cuando la habitación del escritor quedó desocupada, la camarera, durante la limpieza, encontró debajo la cama el relato titulado Camino a Alejandría, el mismo que se apuró en esconder en su delantal y que recién leyó a su llegada a casa. El temor, sin embargo, a ser descubierta y despedida la llevó a destruir el original, escrito a máquina. Previamente tomó la precaución de memorizarlo y por esta razón la desconocida pudo dictarle a nuestro director el cuento en su integridad, con la fuerza de quien lo lee por primera vez. 


Cuando se le preguntó el motivo que después de tantos años daba a conocer el texto del microrrelato, dijo que Borges había muerto hacía muchos años y no quería tener en su conciencia que ella había negado a la literatura universal la existencia de este cuento. 


En Siete Jeringas no sabemos si este cuento es auténtico de Jorge Luis Borges o no, pues no hemos tenido el original en nuestras manos, pero sí juzgamos nuestro deber darlo a conocer y que sea el público lector el que determine.










                                         CAMINO A ALEJANDRÍA
              (Cuento atribuído a Jorge Luis Borges)


Anoche en la comodidad de mi cama, cuando estaba próximo a quedar dormido, de súbito recordé que aún tenía cosas que hacer, que la jornada aún no había concluido para mí. Con insistencia presioné el timbre junto a mi velador hasta que por fin apareció un mayordomo, elegantemente ataviado, el cual a pesar de resultarme desconocido, amablemente me alcanzaba las prendas que le iba solicitando. Mientras procedía a vestirme, en silencio me reprochaba haber olvidado los compromisos que aún habían quedado pendientes.


El mayordomo me acompañó hasta la puerta y me entregó una correa. Al otro extremo de la misma iba un tigre que hacía las veces de guía. No recuerdo qué distancia caminé durante aquella noche de verano jalado por el potente animal, cuando de pronto éste paró en seco: habíamos llegado al destino. El portón se abrió, entregué el felino a un desconocido y luego fui conducido a un salón que juzgué de enormes dimensiones debido al sonoro eco que producían mis cautas pisadas. Inesperadamente me fue ofrecido un asiento frente a una mesa de mármol que, previamente, con las yemas de mis dedos había juzgado larga y fría. 


Tan pronto tomé asiento me entregaron una gruesa cantidad de tarjetas y se me instruyó que debía fichar las centenas de libros que estaban sobre la mesa para antes del amanecer. Sentí que los latidos de mi corazón aumentaban, yo no deseaba realizar esa tarea. De pronto un grito desesperado emanó de mi garganta. 

- ¡Señor, señor, despierte- me dijo la ama de llaves, alarmada –! Está con pesadilla.

- Sí, sí- respondí, aliviado de haber despertado. 

- ¿Ha sido tan terrible como las de siempre?- preguntó la mujer. 

- Igual, señora. Otra vez soñé que yo, Jorge Luis Borges, era Jorge Luis Borges.