2 de septiembre de 2009

LA DIOSA Y EL MOCOSO SUERTUDO










Lo bueno de llegar a la sexta década de vida es que hechos ocurridos en la adolescencia y olvidados desde hace mucho tiempo regresan a la memoria con claridad. Así resulta que lugares, olores, atmósferas se agolpan en el cerebro y piden atención inmediata. Algunas reminiscencias son gratas, otras no. Estas líneas tratan de una vivencia única, las que he decidido compartir con ustedes.

Allá por 1957 residía con mi familia en la ciudad de Nueva York. Yo tenía catorce años y estaba deseoso de conocer mi patria, el Perú. Después de muchos ruegos logré que mis padres me enviaran a Lima a iniciar mis estudios de secundaria en un colegio seudo inglés llamado San Pablo, ubicado en el templado distrito de Chaclacayo.

Aunque este no era mi primer viaje en avión, sí era el primero que realizaba solo.

Ya en el aeropuerto, de pronto advertí -mientras mi padre hacía la cola para conseguirme el pase de abordaje- que una multitud de fotógrafos haciendo una terrible algarabía que incluso ahogaba el altoparlante del aeropuerto se aproximaba hacia donde yo me encontraba. Serían las diez de la noche y la tecnología de aquel entonces proveía una iluminación que hoy en día sería calificada de penumbra. Pero los continuos destellos de luz de las pesadas máquinas fotográficas modificó la rutina: la nueva luminosidad creaba un ambiente de medio día.

“¡Mira aquí, linda!” pedía uno. “¡Mira para acá, muñeca!” reclamaba otro. Con cada grito mi curiosidad crecía. ¿Quién puede concitar tanto interés? Finalmente, a insistencia de la policía neoyorquina, elegantísima en su uniforme azul marino, la esfera humana se abrió y una diosa envuelta en pieles, con oscuras gafas se acercó al mostrador donde fue atendida de inmediato. Desesperados, los reporteros gráficos no ahorraban esfuerzo para vencer la barrera policial y lograr el ángulo apropiado que les garantizara la foto que saldría al día siguiente en primera plana. Mientras esto sucedía, mis ojos no cesaban de parpadear ante los centelleos que emanaban de las cuadradas cámaras negras.

No recuerdo donde estaban mis padres en aquel instante. Tampoco hice algún esfuerzo por ubicarlos. Mi atención estaba clavada en aquella desconocida dama.

De súbito la fémina volteó, y, después de mirar a los que resultaríamos ser sus compañeros de vuelo, sin musitar una palabra ni reflejar la más mínima emoción brevemente apuntó su dedo índice en mi dirección. No entendí por qué me había singularizado. De pronto uno de mis hermanos mayores me dio un tosco palmazo en la espalda y me felicitó por mi suerte. ¿Cuál suerte?, respondí. Fue entonces que me informó la identidad de la diosa. Mocoso suertudo. ¿No sabes que Silvano Mangano, la famosa actriz italiano, ha pedido que le asignen un asiento al lado del tuyo?

Pero, ¿por qué querrá sentarse a mi lado? Esta pregunta me intrigó hasta subir al cuatrimotor. Cada fila tenía cinco asientos. Dos a la izquierda y tres a la derecha. No fue por azar que a mi afamada compañera y a mí nos tocara el lado izquierdo. Una vez que nos sentamos: ella, junto a la ventana, y yo, al lado del pasadizo, la venus se quitó las gafas, acercó su cabeza y seriamente me miró a los ojos. Al instante entendí el mensaje. Por ningún motivo deseaba ser molestada durante el viaje.

De haberse sentado al lado de un hombre adulto, éste le habría hecho insufrible el viaje con requerimientos de palabra o acción. Pero, para un hembrón de veintisiete años, controlar un joven adolescente era cosa fácil.

Finalmente el avión decoló. Durante unos diez minutos debo haber mantenido los ojos clavados en el respaldar del pasajero que iba delante de mí. Después el valor venció mi temor y lentamente giré la cabeza hacia la hermosa mujer y comprobé que había cerrado sus enormes ojos y que posiblemente ya estaba dormida. En aquellos años el vuelo de Nueva York a Miami demoraba de diez a once horas, según las condiciones atmosféricas. Confieso que durante todo el trayecto no logré dormir ni un instante. Pocas veces le quité la vista de encima. Estaba junto a una de las mujeres más bellas de la creación y no pensaba perder un instante.

Olvidaba mencionar que a pesar de mis pocos años yo ya conocía a Silvana Mangano. Resulta que un compañero de clase era hijo del administrador de una sala de cine que sólo pasaba películas europeas. Y así fue que, cierta tarde, el buen señor, previo juramente que no le diríamos nada a nuestras madres, nos dejó pasar a una matinée en que pasaban Arroz amargo (Riso amaro) de Giuseppe de Santis; la película que hizo célebre a mi compañera de viaje, a la bella mujer que a la salida de la función, en silencio, juré amar siempre y alguna día casarme con ella.

De pronto aparecieron adversarios. ¡Cuándo no! Eran los hombres que iban abordo, los cuales se paseaban en fila india de un extremo al otro de la nave, una y otra vez, con el propósito de atisbar aunque fuera por un segundo a la mujer que había interpretado el rol de la trabajadora de los arrozales; a la sensualísima obrera de labios carnosos, ojos llenos de ingenuidad y largas y hermosas piernas.

Pobres mortales, la diosa, aún dormida, exudaba sensualidad.

A empujones la aeromoza logró que los mirones volvieran a sus asientos y dejó a la mujer más erótica de la época sola con quien, sin duda, era un mocoso inocente.

Las horas no tardaron en derretirse. Einstein tenía razón: el tiempo es relativo. Cuando se está al lado de una mujer bella, una hora semeja segundos. Cuando se está sentado sobre una estufa, segundos parecen horas.

De pronto el capitán del avión con su abúlica voz se encargó de romper el encantamiento con el anuncio que en minutos arribaríamos a la ciudad de Miami. La bella durmiente despertó sin la ayuda del joven príncipe; sin que éste lograra posar sus labios sobre los de ella.

Una vez en el terminal aéreo de Miami donde me aprestaba a hacer la conexión con el avión que me trasportaría a mi destino final, advertí el paso de una ruidosa esfera de gente, la misma que súbitamente paró frente a mí. El círculo se abrió y la diosa venusiana -envuelta en pieles- con una mano levantó sus enormes gafas oscuras me dirigió la mirada y llevándose la otra mano a la boca me sopló un beso el cual aterrizó sobre mis labios hasta entonces virginales. La esfera se cerró y continuó su trayecto a la puerta donde la esperaba una limosina.

Mientras me ajustaba el cinturón de seguridad, sentado entre dos viejas, enormemente gordas, reflexionaba si aquel beso era el agradecimiento a su ocasional custodio o tal vez era una muestra de su amor por mí. De pronto mi pensamiento se dirigió a lucubrar sobre cómo sería mi nuevo colegio.

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