Illich Collado Moscoso, crítico literario peruano hace un análisis detallado de la novela WENCESLAO del narrador Gonzalo Mariátegui, la misma que alcanzamos a los lectores de Sietejeringas con la recomendación que compren un ejemplar de la novela en una de las principales librerías del país del Perú.
Gonzalo Mariátegui
En El coloso de Marusi, un extraordinario diario sobre su experiencia en Grecia, publicado en 1941, Henry Miller asevera que: “Si los hombres dejan de creer que un día se convertirán en dioses, entonces con toda seguridad no pasarán de ser gusanos”. Estas palabras definen muy bien la creencia y el carácter de la novela Wenceslao de Gonzalo Mariátegui quien, para felicidad de unos y desdicha de otros, ha sabido mantenerse lejos de aquello que ya más bien parece un imperativo en nuestra literatura: escribir sobre la violencia interna que azotó el país en la década del ochenta, y ha optado, más bien, por crear una obra sutil y particular, lejos de todo compromiso que no sea el del arte por el arte. Aunque ha vivido las dos primeras décadas de su vida en Chile, Estados Unidos, Francia, Portugal, España, Panamá, y Guatemala, Mariátegui nació en lima, el 22 de abril de 1943. Se recibió de abogado por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Y desde hace mucho tiempo está dedicado a la narración. Es autor de tres libros de cuentos: La cuerda floja (1996), La escalera de caracol (1998) y Los prójimos (2000). Ha escrito también un libro de greguerías titulado Epigramas de un nómada (2000). Su primera novela, La virtud de Alexandra (2003), que cuenta la historia de una acaudalada mujer de los años cincuenta, Alexandra Collado, que no tiene reservas ni restricciones a la hora de examinar su sexualidad y de gozar indistintamente con hombres y mujeres, logrando escandalizar así a la pacata sociedad limeña, fue calificada por el escritor Francisco Bendezú como ¡Magnífica novela! Wenceslao (Torre de Babel, 2008) es su segunda novela, en la que por momentos parece que nos topamos con aquellos tiempos míticos, cuando los hombres oían a los dioses.
Este último relato cuenta la particular historia de Wenceslao (que significa “el lleno de gloria”): un albino cuya piel, tan blanca, es igual al mármol de las estatuas que representan a las deidades helénicas y cuyo odio al padre y el deseo edípico de poseer a la madre es tan grande que lo hará transitar entre la realidad y la fantasía, el sueño y la vigilia, la enajenación y la cordura, confundiendo mitología y biografía hasta límites insospechados. A medida que la acción narrativa transcurre, somos atónitos testigos de cómo el personaje, en su alucinado mundo, adquiere clara conciencia del tamaño extraordinario de su pene (“el tamaño formidable de tu pene será tu fuerza”), y de su insoslayable cometido: “Dar placer a las mujeres. Y cuanta mujer yazca contigo experimentará un goce que ningún mortal sería capaz de proporcionar. Ninguna te rechazará. En cada embestida, tu padre –Zeus– estará a tu lado, ayudándote, dándote ánimo” (pág. 34).
Por momentos, la trágica carrera del níveo personaje hacia su absolución final alcanza visos épicos; porque cual renovados Odiseos, el albino y su madre tendrán que escapar constantemente de los designios de la malvada diosa Hera, quien celosa por la unión incestuosa de Zeus y su propia hija (la madre del quien se dice es “el lleno de gloria”) y del fruto de esta amalgama fascinante: Wenceslao, hará hasta lo imposible por hundirlos en la desdicha. Wenceslao asumirá sin paliativos el rol de hijo de Zeus, de dios griego, que le permitirá vivir en estos habitantes del olimpo sus más hilarantes fantasías sexuales y eróticas y sus más anhelados y frustrados sueños, que como simple mortal, condenado a lo vulgar de lo cotidiano, jamás podría atreverse a realizar. Pero en este designio no se hallará solo, ya que siempre estará alentado por el hálito enajenado de su madre, quien siempre sabe calmar sus dudas: “¿Y qué será de Eros y Afrodita? ¿Acaso ellos no resentirán mi intromisión?, –pregunta Wenceslao” (pág. 34). A lo que la madre contesta: “Zeus te tiene en mente para remplazarlos. Tú serás el dios del sexo y el amor. Pero debes esperar y hacer mérito. Y por ningún motivo debes revelar a nadie lo que hemos hablado” (pág.34). Esta manera de estructurar lo diegético –y la intromisión de viñetas en el texto, que parecen contar gestualmente las sensaciones de los personajes– crea una atmósfera insalvable, además de fundir, en un mismo plano, fantasía y el universo ordinario de los mortales.
Si echamos mano del psicoanálisis –para tratar de entender al complejo personaje–, de la forma como Jacques Lacan esbozó los tres tiempos del Edipo en el “Seminario 5 (Las formaciones del inconsciente)”, podemos argüir que en un primer tiempo el niño juega a ser el falo, es el objeto de deseo de la madre; la progenitora goza con tener a su hijo en brazos todo el día, el niño es el falo que tanto deseó la madre. En el segundo tiempo, interviene el padre como privador, es quien rompe la armonía entre la madre y el hijo, es un NO que interviene para impedir que el niño siga siendo el objeto de deseo de la madre. Esto genera que el niño desarrolle un sentimiento de agresividad hacia su procreador. Es en el tercer tiempo en el que el niño se identifica con el padre portador del falo (poder), el padre es ahora el ideal del yo. ¿En cuál de estos tres tiempos podemos incluir a Wenceslao? En el primero y en el segundo. En el primero porque es innegable la aprehensión de la madre por su vástago en el transcurso de su existencia. En el segundo porque es patente la agresividad que Wenceslao desarrolla no solo por su padre (principal obstáculo para poseer a la madre), sino también por el posterior amante de su madre (un hombre con trazas de caballo), quien en comparación con otros candidatos –educados y galantes, que en una época, después de la muerte del inefable padre de Wenceslao, llenan la casa de la bella señora para disputarse su amor y su dinero– no es más que un pobre desafortunado. Al final, la mujer elige al inapropiado y caballuno personaje, mientras la ojeriza de Wenceslao raya en la desdicha. “Desde las horas matutinas hasta la medianoche entraban y salían los más diversos aspirantes: altos y bajos, gordos y flacos. En los amplios salones no quedaba asiento libre… La mayoría de los galanes pertenecía a las más ilustres familias de la capital… Todos, sin embargo, eran unos calatos, sin un centavo en el bolsillo, sin un trabajo que los reclamara… Al cabo de un tiempo, mi madre puso los ojos en uno de los candidatos, quizá el menos apropiado… Jamás he considerado la posibilidad de aceptar un padrastro, por idóneo que pudiera parecer. Con la compañía de mi madre no necesitaba a nadie más” (pág. 54). Es difícil aquí no intentar tender un símil con una escena maravillosa de La odisea, de Homero, aquella en la que la pobre Penélope –con la ayuda del imberbe Telémaco– hace hasta lo imposible por intentar contener a sus pretendientes que llenan todos los espacios de su morada en busca de riquezas y del trono del esposo ausente, Odiseo, quien en su navegación por el ponto, intenta regresar a su patria, Ítaca. Después de mucho cavilar, Penélope se decide, también, por el menos favorecido, que termina siendo el héroe de Troya. Como ya señalamos, la actitud agresiva del niño, en el segundo tiempo del Edipo, se debe a que ve al padre como un tercero, como una amenaza. Lacan sugiere que la manera de frenar esta agresividad es por la vía de la castración; entonces se desarrolla un terror en el niño por la emasculación, por la capadura. Esta idea del médico y psicoanalista francés se ve reflejada cuando Wenceslao, envuelto en una borrosa atmósfera, pregunta al médico que lo asiste: “¿De qué me ha operado? Sin rodeo el canalla dijo haber amputado mi pene de raíz. Creí morir, y cuando entre lágrimas y lamentos le recriminé por tan perversa acción, el desconocido trató de justificarse diciendo que me había hecho un bien, que sufría de priapismo en estado avanzado y que el desmembramiento era la única solución” (pág. 115).
Si tendríamos que dividir –para concluir– a los escritores en dos, por un lado quedarían los autores que asumen el sexo como un hecho traumático, un acto vejatorio, violento, humillante, entre ellos podemos mencionar al uruguayo Horacio Quiroga y al peruano José María Arguedas; este último nos muestra, en su rutilante cúmulo de personajes femeninos, a seres desvalidos, burlados, ultrajados, como la Justina desasistida por la justicia del cuento “Warma Kullay” violada por el poderoso hacendado don Froilán. En el otro bando permanecerían los escritores para los cuales el sexo es un acto celebratorio, un culto, una ceremonia, una fiesta, una farra, entre ellos sobresalen el escritor francés Louis Ferdinand Céline, el germanoamericano Charles Bukowski y el estadounidense Henry Miller. ¿En que facción podríamos ubicar a Gonzalo Mariátegui? Es esta última, sin duda. El escritor peruano comparte con los escritores mencionados su entusiasmo por el placer sexual, la imaginería erótica y su creencia de que el sexo es un elemento liberador de las ataduras sociales. Wenceslao cumple, además, a cabalidad, con aquella sentencia vargasllosiana de que “lo erótico consiste en dotar al acto sexual de un decorado, de una teatralidad para, sin escamotear el placer y el sexo, añadirle una dimensión artística”.
ILICH COLLADO MOSCOSO
Mucha razón tuvo Paco Bendezú el insigne poeta al calificar de ¡Magnífica novela! a "La virtud de Alexandra" de Mariátegui. Estoy seguro que si la vida le hubiera alcanzado para leer "Wenceslao" le hubiera dado un calificativo semejante. Yo tengo toda su producción. El día llegará que las condiciones narrativas de Gonzalo Mariátegui serán reconocidas tanto en el Perú como en el extranjero. Mientras tanto, maestro, siga escribiendo. ¡Bravo!
ResponderEliminarEs usted muy gentil. Muchas gracias. Estoy trabajando en mi tercera novela. Saldrá para el 2011. Ojalá le guste. Salud y suerte.
ResponderEliminarLo felicito señor mariátegui por su novela, yo la adquirí justamente hace varios meses, recién la leí durante el viaje que hice hace unos días a Piura,me admiré de mi mismo por que por lo general yo no termino de leer una novela, pero ésta fué muy entretenida, ojalá escribiera la segunda parte para saber con certeza quién mató a quién.
ResponderEliminarnuevamente mis felicitaciones,
Marco Leuridán
Amigo Marco Leuridán. Gracias por sus gentiles palabras respecto a WENCESLAO. Qué bueno que la novela lo enganchara y la concluyera. Respecto a su pedido que escriba una segunda parte de la misma "... para saber con certeza quién mató a quién", debo admitir que no tenía esa posibilidad en mente, más bien mi interés era crear un final abierto, ambigüo, de manera que cada lector concluyera a su arbitrio la novela.
ResponderEliminarTengo varios proyectos en curso...pero hacer una segunda parte de WENCESLAO podría ser interesante si la junto con "La virtud de Alexandra", mi otra novela. Hmmm...