14 de octubre de 2009

GONZALO MARIÁTEGUI Y SUS CAMINATAS NOCTURNAS





Anoche, antes de dormir, salí a caminar durante media hora por las proximidades de mi vetusto departamento de San Isidro. “En realidad de verdad”- como con precisión diría la Dra. Ella Dunbar Temple, mi recordado profesora de historia en San Marcos para reforzar sus ideas- la autoría de esta idea no es mía, sino de mi cardiólogo.

Si bien es cierto que no tengo una condición cardíaca (toco madera), también es una realidad que a partir de la sexta década (¡la muy peligrosa sexta década de vida!) hay que cuidarse de la presión arterial. Si no me creen, recapaciten en la cantidad de familiares y conocidos que se han ido antes de cumplir los setenta.

Según mis observaciones laicas, 66 es la edad más vulnerable en la vida de un hombre. Cuantos amigos he vista caer a esta edad. Los 65 y 67 también son peligros, pero en menor medida. En mi condición de lego concluyo que quien llega a soplar las 67 velitas tiene mayores posibilidades de alcanzar los 75 años. De ahí para adelante, la rueda de la fortuna empieza a girar.

Ahora, si usted es de talla baja, "el chato de la clase", tiene posibilidades de llegar o sobrepasar la novena década y en buenas condiciones, y eso, mi amigo, es lo más importante. Pero si ponemos a dos caballeros de noventa años uno al lado del otro, observaremos que el otrora señor de baja estatura no sólo está enhiesto sino en mejores condiciones que el alto: que éste arrastra los pies, está encorvado, tiene mal color y su cerebro carece de su antigua agilidad mental.

En mi caso siempre he sido sedentario y tanto mis largas lecturas literarias como mi adicción a la computadora en nada han ayudado a revertir la situación. Por tanto el adusto médico que mensualmente me envía la compañía de seguros para revisar mi presión me ha indicado que si no salgo a caminar por lo menos una media hora diaria debo resignarme a que me ocurra lo peor. Pero como todavía estoy a la espera que me suceda lo mejor en mi vida, he optado por seguir su odioso consejo.

Todavía me faltan 232 días para cumplir 67 años y librarme del presagio que un siniestro coetáneo de origen asiático me hizo hace casi tres décadas cuando luego de examinar la palma de mi mano me indicó que moriría a los 66.

Más de uno dirá que mis afirmaciones carecen de fundamento científico, que mis estadísticas carecen de rigor y, finalmente, que soy un supersticioso, rezago del oscurantismo medieval, pero sucede que ayer por la mañana me llamó un amigo y me comunicó que el antipático lector de palma, supuesto poseedor de un tercer ojo, había fallecido. El oriental siempre pesó 30 kilos menos que yo y para colmo murió a los 66 años de edad. Si no pregunté la causa de su deceso, fue porque en realidad poco me interesaba.

Pero eso sí, me he prometido que todas las noches caminaré como mínimo una media hora y nunca más me dejaré leer la palma de mi mano, y menos por un oriental.


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