14 de septiembre de 2010

CUENTO: UN ERROR DE IDENTIFICACIÓN


                                                                                  

Para mi gusto personal el siglo XX acabó demasiado rápido. Unas tres o cuatro décadas más hubieran sido deseables. De esa centuria recuerdo con especial cariño los años sesenta. En aquel tiempo Lima era más tranquila y apenas contaminada. La criminalidad era mínima y la corrupción, congénita en el hombre, estaba dentro de “niveles tolerables”. Y así fue que, a finales de aquel siglo, mi gran amigo, el poeta Francisco “Paco” Bendezú, en una de nuestras totalizante conversaciones que realizábamos en la sala de su casa de Jesús María, me admitió que la década del sesenta en verdad había sido encantadora. Me dijo que los poetas llamaban a aquellos años como: los “happy sixties” (los felices sesenta). Fue entonces que me convencí que los poetas eran sabios. Bien, después de esta digresión, que de no haber juzgado valiosa no la hubiera incluido, entraré de inmediato a relatar el cuento que es razón de esta nota.

UN ERROR DE IDENTIFICACIÓN

cuento de Gonzalo Mariátegui

Durante la década de 1960, Marcelo Isla se destacó como uno de los artistas plásticos más importantes de esa Lima de apenas dos galerías de arte. En ese entonces había, a lo más, unos cuarenta artistas en actividad a diferencia de los centenares de artistas que ahora pululan en la ciudad.

Marcelo Isla, además de ser un gran pintor, era mujeriego y gastrónomo de primera. Rendía continuo culto a sus cinco sentidos. Era un sensual. Amaba la vida y la vida lo amaba con igual intensidad. Era querido por todos, con salvedad de los mezquinos y envidiosos que no aman a nadie ni a sí mismos. Marcelo Isla era criollo en el sentido que nada se le escapaba y que le encantaba cantar tanto la música criolla como la extranjera. En Lima no había nadie como él para cantar tangos. Sin duda, el mismo Carlos Gardel hubiera empalidecido ante su varonil voz. 
La leyenda refiere, porque todo en Marcelo Isla era leyenda, que al mediodía después de terminar la sesión de pintura en su atelier (sito en un viejo edificio, sin ascensor, de los tantos angostos jirones que tatúan el cercado de Lima) Marcelo invitaba a comer un cebiche a todos los amigos que con sorpresiva oportunidad le caían de visita a la hora del almuerzo. Ninguno de sus amigos se oponía al plato o al lugar. Eso hubiera sido de mal gusto, toda vez que Marcelo era el que pagaba la cuenta. Y así a diario partía con su comitiva a la cebichería sito en el jirón Washington.

Tan pronto el cortejo hacía su alegre ingreso con el maestro pintor a la cabeza, éste era acosado por los mozos del local para que tomara asiento en la mesa que les había tocado atender. Los mozos lo amaban. Su risa era franca y varonil; además, a la hora de la propina, Marcelo extraía del bolsillo una cornucopia llena de monedas que desde lo alto dejaba caer sobre la mesa para asombro de todos los asistentes. En esa época la moneda metálica peruana era más grande, más gruesa y desde luego valía más que la de ahora. Cuando un sol caía al suelo, hasta los sordos volteaban para ir en su búsqueda. Tal era el ruido que causaba. 

Cierto día de primavera mientras Marcelo y sus amigos bajaban sucesivos platos de cebiche de pronto la conversación se inclinó hacia el tema de la pintura. Y cuando la mesa estaba en su momento de mayor alegría apareció Alicia, la zamba más apetecible del barrio; la hembra que un amigo literato de Marcelo bautizó como: el cuento perfecto; porque no le falta nada ni le sobra nada.

Ante la7resencia de Alicia, la mesa calló. Es que la belleza impone silencio. Luego de una breve mirada a cado uno de los comensales, Alicia dijo que estaba urgida de un pintor, que necesitaba pintar su casa, por dentro y por fuera, a la brevedad posible. En el acto preguntó si entre los concurrentes había un maestro pintor. La mesa de Marcelo sentaba a seis pintores; cinco de los cuales, de inmediato, irrumpieron en carcajadas. La zamba los había confundido con pintores de brocha gorda, nada menos que a ellos, los pinceles más respetados del país. La joven no entendió el motivo de sus risas y cuando con enfado estaba por retirarse de pronto Marcelo Isla levantó la mano y dijo que él era pintor y que la podía ayudar. Todos callaron estupefactos. Alicia miró fijamente a Marcelo y le dijo que la siguiera. El hombre desapareció detrás de la hembra más hermosa del barrio, ante el asombro de todos.

Desde aquella fecha, todos los años, en la misma época, Marcelo regresa a la casa de Alicia, vestido con overol y con brocha gorda en mano; y durante una semana, mañana y tarde, pinta la casa por dentro y por fuera. Y mientras dura la obra, en retribución por sus servicios, Alicia, todas las noches, le hace un espacio en su cama; y al día siguiente, a la hora de almuerzo, prepara el mejor cebiche de todo Lima para quien, a su entender, es tan solo un eficiente pintor de brocha gorda.



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