Por intermedio de un vendedor de curiosidades cayó en mis manos una copia de la partida de nacimiento de Danilo Pérez, el cual, según el documento, nació en un caserío de una lejana y montañosa provincia de Araguay.
La curiosidad -mi mayor vicio- me impulsó a buscar información de la vida de este hombre. Armado de pinzas y mucha paciencia durante años he recogido, aquí y allá, datos que conforman la historia de un hombre, baladí a simple apariencia.
Danilo Pérez vino a la capital a muy temprana edad, cuando su madre aún lo cargaba en brazos. La familia fugaba de los sangrientos conflictos que libraban los terratenientes de la zona debido a su insaciable apetito por ampliar la extensión de sus tierras y el número de su ganado. Durante la huida, mientras los Pérez atravesaban un puente colgante que les garantizaba la anhelada libertad, el padre de Danilo fue alcanzado por una bala que lo mató al instante.
Instalado en la capital, Danilo realizó sus estudios en un colegio fiscal en el cual, con excepción del curso de caligrafía, no destacó en ninguna otra asignatura. Ciencias y letras siempre le torturaron y ni qué decir de deportes. Debido a su reducida talla, débil contextura y finas manos, los deportes rudos siempre aterrorizaron al hombrecito; razón por la cual los sucesivos directores del colegio en comprensivo gesto lo eximían de practicarlos, asentando en los registros la nota mínima aprobatoria para el manso Danilo.
Durante sus horas libres, Danilo -correctamente sentado- sea en el pupitre escolar o en la mesa del comedor de su hogar, se dedicaba absorto a la práctica de la caligrafía. Una y otra vez trazaba las letras del abecedario, a veces en mayúsculas y otras en minúsculas, pasando de un estilo a otro, llenando innumerables cuadernos de ejercicios de caligrafía. Esta actividad lo hizo retraído, breve de palabra e indiferente al cultivo de amistades.
Para Danilo no había límite cuando se trataba de caligrafía. Tanto el día como la noche eran propicios para escribir con bella letra. Bastará un ejemplo. Se afirma que copió la biblia en su integridad, tanto el antiguo como el nuevo testamento. En tareas de caligrafía, Danilo no conocía el agotamiento.
Pronto la fama de su capacidad para escribir de manera elegante se extendió por toda la capital y empezó a recibir encargos de ministerios, municipalidades, universidades y colegios, para extender certificados, diplomas y documentos de gran importancia, tales como tratados internacionales.
Desde luego, no hubo banquete que se realizara en palacio de gobierno o en alguna embajada acreditada en Araguay que frente a cada asiento le faltara una tarjeta de finísimo cartulina con el nombre y apellido de la persona a la que le correspondía sentarse; todas realizadas con la inimitable caligrafía de Danilo Pérez.
Concluido el banquete, los mozos no encontraban una tarjeta que hubiera sido olvidada. Con sumo cuidado, los invitados –tan pronto tomaban asiento- retiraban su tarjeta y la guardaban en el bolsillo de su saco para después en su casa u oficina exhibirlas dentro de un marco de plata en un lugar de preferencia.
En verdad, pocos son los hombres que no se rinden ante la satisfacción de ver su nombre –por ridículo que sea- caligrafiado con insuperable maestría. Los prohombres, invitados a numerosos banquetes, en poco tiempo alcanzaban una amplia colección, las cuales gozaban en vida y con orgullo legaban a sus herederos preferidos.
Y cuando Danilo Pérez no tenía algún encargo que realizar, con especial deleite escribía una y otra vez su nombre y apellido en distintos estilos, llegando a diseñar nuevas caligrafías que eran motivo de admiración de legos y conocedores, a nivel nacional e internacional.
Era tan grande el orgullo que Danilo sentía por su oficio que cuando cumplía un encargo él mismo se encargaba de llevar los documentos caligrafiados a la institución o persona que se lo había encargado. Su temor era que algún mensajero negligente arrugara o perdiera lo que él y sus clientes consideraban una obra de arte.
En una de estas idas y venidas Danilo tuvo que ir a la municipalidad provincial donde -debido a un plantón que realizaba un grupo de empleados ediles frente a la entrada del palacio municipal- fue recibido por una puerta lateral por el mismo alcalde. Camino al despacho del burgomaestre la pequeña comitiva pasó por las oficinas de los registros civiles donde de súbito Danilo paró en seco.
Una joven mujer, con una criatura en brazos, lloraba con gran pena. Danilo preguntó la razón de aquellas amargas lágrimas y el alcalde le informó que se trataba de una madre soltera que estaba inscribiendo el nacimiento de su hijo, debido a que el padre se rehusaba hacerlo. Al instante Danilo dijo:
--¡Qué injusto! Toda criatura debe tener un padre que lo firme.
--¿Y por qué no lo firma usted?
--Es que yo no soy su padre.
--Eso mismo dicen muchos padres biológicos. El único que sale perjudicado es el niño que toda su vida llevará el estigma que no fue firmado en su partida de nacimiento.
--Entonces, yo lo firmaré—respondió Danilo a voz en cuello, como nunca antes lo había hecho en su vida, y sacando un fino lapicero se acercó al mostrador y exigió firmar al niño como su hijo. La madre, sorprendida inicialmente, movió la cabeza en señal de asentimiento y Danilo estampó su nombre y apellido con una bellísima caligrafía. Los presentes aplaudieron con enorme alegría y dieron vivas hasta que Danilo y el alcalde desparecieron de aquel ambiente.
Y lo que debió ser un caso fortuito, se volvió costumbre. Todos los días hábiles del mes Danilo asignaba las mañanas para visitar las municipalidades distritales donde lo esperaba un cerro de partidas de nacimiento de niños cuyos padres rehusaban reconocer y que él con su hermosa caligrafía al llenar el espacio correspondiente legalmente se convertía en padre de niños que no conocía.
Danilo jamás aceptó dinero de los familiares del recién nacido y eso que hubo casos que las sumas ofrecidas eran considerables, pues los niveles económicos variaban. Iban de la pobreza extrema hasta las familias más adineradas de Araguay. Danilo, sin embargo, obsequiaba a cada criatura que reconocía como hija o hijo suyo una tarjeta de fina cartulina con su nombre y apellidos bellamente caligrafiados.
Para cuando Danilo Pérez cumplió cien años algunos clientes le ofrecieron una cena. En un comienzo Danilo se rehusó. Nunca le habían gustado los ágapes, las multitudes y tener que ponerse smoking como era la costumbre en el aristocrático Club República. Pero como le aseguraron que era una mesa de pocas personas, aceptó.
Aquella noche Danilo Pérez llegó al club en una hermosa limosina, en compañía de un amigo. Para su sorpresa no fueron a un salón reservado sino que fueron acompañados por el botones hasta el Gran salón.
De pronto las enormes puertas doradas se abrieron de par en par, Danilo ingresó y una multitud, tanto de hombres como de mujeres, elegantemente vestidos, se pusieron de pie y empezaron a aplaudir. Danilo no tardó en advertir que los aplausos eran para él. Sin embargo, no conocía a nadie. Al unísono la concurrencia se lanzó a cantar el Feliz cumpleaños. Y en la parte que se menciona el nombre, todos pronunciaron la palabra “papá”. Recién entonces el calígrafo cayó en la cuenta que aquellos comensales eran sus “hijos”, los hombres y mujeres que durante casi ocho décadas había reconocido como hijos suyos. Luego que todos tomaron asiento en la enorme mesa, frente a la tarjeta que llevaba su respectivo nombre, uno a uno se puso de pie, tomó el micrófono miró a Danilo, lo llamó Papá y le dijo la posición que había alcanzado en la vida: madres de familia, diplomáticos, jueces, abogados, médicos, empresarios, militares, e incluso había un candidato presidencial, con muchas posibilidades de salir elegido en las inminentes elecciones generales.
De pronto alguién gritó:
--¡Vivan los Pérez! ¡Viva nuestro padre!
Y todos, al unísono, respondieron:
-- ¡Viva!
Creo que yo soy hijo de Danilo, me llamo como él y no conozco a mi padre.
ResponderEliminarDanilo Ramírez
Estimado Danilo Ramírez Jr.,
ResponderEliminarUna pregunta. ¿Qué tal es su caligrafía? Ese es su mejor ADN. Saludos y suerte.