5 de agosto de 2010

REQUIEM PARA UN SASTRE DE BARRIO

   

                                                                       


Durante algo más de veinte años he tenido el mismo sastre. El nombre del ingenioso artesano es o, mejor dicho, era Cirilo Quispe, más conocido en el barrio como “don Quispe.” Su nombre siempre fue pronunciado con respeto, pues a muchos, en situaciones de estrechez económica, ayudó hasta los límites de sus posibilidades. 


Don Cirilo era un provinciano afable y de risa contagiosa. Cada vez que acudía a su taller para que me confeccionara un terno o soltara la cintura de un pantalón nos enfrascábamos en largas conversaciones. 

Nuestro tema favorito era la política y siempre lo consideré un analista de primer nivel. Aunque juraba nunca haber militado en ningún partido, conocía la trayectoria pública y privada de los principales políticos. Les conocía sus posibilidades y limitaciones, así como sus noblezas y bajezas. Éstas últimas siempre me las murmuraba al oído por temor a que se fueran a enterar y se tomaran venganza. Es la idiosincrasia de los provincianos que residen en la capital. 

Sus precios no eran bajos y después de un regateo agotador yo terminaba aceptando su precio final. Es que la noche avanzaba y me esperaban en otro sitio. El tiempo siempre estaba de su lado. “Sólo a usted doctor (en el Perú a los abogados se les llama "doctor") le hago estos precios tan bajos”. Y luego, entre fingidos suspiros, concluía: “Usted me va a llevar a la ruina.” A continuación ambos reventábamos en ruidosas carcajadas ante sus exageradas afirmaciones. Días después yo recogía las prendas y nos despedíamos con un “hasta la próxima.” 

Recuerdo que la penúltima vez que lo vi, don Cirilo estaba al promedio de su sexta década de vida. Entré a la pequeña tienda y me recibió con los brazos abiertos, una enorme sonrisa, un tufo a cerveza y en voz baja me hizo la siguiente confidencia: “Doctor, yo he educado a mis cuatro hijos, he alimentado a toda mi familia, nunca le he pegado a mi mujer, no le debo dinero a nadie y jamás he faltado un día al trabajo. Pero, sabe usted doctor, a pesar de mis años yo todavía me siento joven. Hace mucho que no estoy con mi mujer, ya no me atrae, está vieja y yo todavía siento la necesidad de estar con una mujer joven. Yo debí ser político y no sastre. Mi madre me obligó a que siguiera el oficio de mi padre. Y es por eso que de vez en cuando me voy con una chiquilla del barrio. Nos vamos a un hotelito y después le regalo unos billetes para que se compre algo en una de esas tiendas grandes. A las chiquillas les encanta estar a la moda.” Y luego el sastre reventó en carcajadas, celebrando su picardía y la felicidad que le producía rozar su mano arrugada contra la piel lozana de la juventud. Me acuerdo que le advertí que tuviera cuidado, mucho cuidado. Él se rió de mi consejo. El hombre estaba viviendo una segunda vida.

Meses después, próximo a las ocho de la noche cuando la sastrería estaba a minutos de cerrar, entré al local y no encontré a don Cirilo en su lugar de siempre, detrás del mostrador, hilvanando alguna tela. Tampoco estaba su hijo. No había nadie en el local. Levanté la voz y reclamé la presencia de don Cirilo. Nadie asomó. De pronto ingresó el guardián de la sastrería. Era un muchacho parco, de baja estatura y dificultoso caminar (“es por la enfermedad” como alguna vez me murmuró don Cirilo al oído refiriéndose al polio que implacablemente oprimía al chiquillo). El joven dormía en un catre ubicado en el fondo de la tienda, supuestamente cuidando que nadie ingresara a robar la ropa y las telas. Era otro protegido de mi amigo.

De súbito, el guardián, con un aire de superioridad jamás visto, giró los ojos hacia un rincón oscuro de la tienda y entonces advertí la presencia de don Cirilo. Estaba sentado en una banqueta de plástico, con los brazos cruzados y los hombros derrotados, inclinados hacia delante. A pesar de la poca luz pude advertir las hinchazones y moretones que presentaba el rostro de mi silente amigo. Desde lejos lo saludé con efusión, pero no recibí respuesta alguna, más bien volteó el rostro hacia la pared. No insistí. En aquel momento entró el hijo, no tardé en hacerle mi pedido y me retiré de la tienda sin despedirme de don Cirilo.

Ya afuera, esperé que saliera el guardián y éste no tardó en contarme las últimas. Resulta que don Cirilo había sido agredido por el novio y los hermanos de alguna de las jovencitas con la que estaba en intimidad. Con los ojos chispeantes el otrora mudo atropelladamente me relató cómo se habían producido los hechos para concluir que la golpiza fue tan feroz que don Cirilo estuvo internado en el hospital durante varios días. Finalizó contando que a pesar que don Cirilo ya no atendía a los clientes ni vigilaba los trabajos en el taller, aún insistía en ir todos los días a la sastrería y que se sentaba en el mismo rincón, en silencio, hasta que concluía la jornada.

Debido a un viaje que realicé al extranjero no pude regresar a la sastrería sino un mes después. Llegué de noche, pero don Cirilo ya no estaba en el rincón. Salí un momento a la calle y divisando al guardián en amena charla con los muchachos del barrio con un gesto de la mano lo llamé y le pregunté por mi amigo de las agujas. El guardián, con una mueca en la boca, me contó que don Cirilo había muerto una semana antes. No pregunté la causa de su fallecimiento. Era obvio: don Cirilo había muerto de tristeza, se había dado cuenta que ya no tenía derecho a amar, que a los ojos de los demás era un viejo pervertido y tal vez consideró que en un mundo así, no valía la pena seguir viviendo.

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